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martes, 15 de octubre de 2013

El Primer Maraton

Ya solo le quedaban unos pocos kilómetros. De él dependía que todo el esfuerzo realizado no hubiese sido en vano. Muchas batallas habían tenido lugar desde el comienzo de la guerra contra los persas. Tres campañas y cerca de dos años habían pasado desde que Darío I tomó represalias por el apoyo de Atenas a Jónia en contra del emperador. Pero todo el esfuerzo caería en el vacío de no llegar a tiempo. Los persas habían sido vencidos, mas las mujeres tenían clara su labor. “De no tener noticias de la victoria de sus soldados antes del amanecer deberían sacrificar a los niños y terminar con sus propias vidas. Pase lo que pase Atenas no caerá”. El mensaje debía de llegar a tiempo, y él era el único en condiciones de llegar a tiempo.

    No servía de nada esperar el ataque y defender la ciudad, era demasiado grande, demasiado vulnerable en su retaguardia al no haber suficientes soldados. Se unirían fuerza con sus aliados espartanos y se iría en busca del enemigo. Lugar: la playa de Marathón. Objetivo: nadie pasaría; sin prisioneros, sin supervivientes, sin tregua. Morir o matar. Aún en desventaja de dos contra uno se iría a la batalla. Al llegar a la playa unas seiscientas naves esperaban ansiosas, seguras del éxito. La noche se hizo eterna en el campamento ateniense. A pesar de que nadie dormía reinaba el silencio. Cada hombre afrontaba la situación a su manera. Algunos limpiaban sus armas, otros lanzaban sus plegarias a los dioses, los más dirigían sus maldiciones contra el enemigo.

    Aún agotado los músculos seguían bombeando y empujándole a su destino. Hacía tiempo que los pulmones le ardían, los calambres le agarrotaban y hacían que cada zancada fuese más dolorosa que la anterior. El frío de la mañana no alcanzaba a secarle el sudor ni a sofocar el calor de su cuerpo. El corazón se le salía por la boca, los latidos le retumbaban dándole la sensación que en cualquier momento se le reventarían las sienes. Era una carrera contra el sol que no podía permitirse el lujo de perder. Cruel ironía la de los dioses que permitían que aunque ganada la guerra fuese posible perder. Aunque le habían educado en la creencia de que el destino era obra de la voluntad de los dioses él sabía que la voluntad de los hombres tenía cierto poder, y si no la de los hombres si la suya.

    Amanecía en la playa de Marathon. Los persas desembarcaban inconscientes de que estaban pisando tierra por última vez. Pobres diablos, más les hubiese valido dar media vuelta y regresar junto a su tirano emperador; hubiese tenido más compasión con los traidores que los atenienses tendrían con cualquiera que se atreviese a imaginar invadir su tierra. Un muro de soldados atenienses y espartanos se alzaba por toda la costa. Las lanzas y las flechas se alzaron por el cielo, la caballería persa cargó una y otra vez estrellándose contra la muralla humana que aún seguía en pie, desafiante. La infantería arremetió con sus espadas, las hachas escitas no fueron suficientes, y ni los arcos y lanzas de la élite persa lograron diezmar las filas griegas. Los cadáveres recubrían la playa, algunos de ellos eran arrastrados mar adentro, otros muchos teñían la arena de rojo. Se habían logrado los objetivos pero la noticia debía de llegar a la ciudad. Solo un soldado, el más joven; seguía en pié y lo bastante ileso como para llegar antes del alba. Los demás se encargarían de  cuidar a sus heridos y de asegurarse de que todo persa que hubiese osado poner un pie en Grecia no viviese para contarlo.

    Hacía casi un día entero del inicio de la batalla. El guerrero,casi sin fuerzas, corría desacompasado; ya veía las puertas de su Atenas natal. Solamente esperaba que las mujeres no se hubiesen precipitado en su labor. Corrió con su último aliento al ágora donde espectantes aguardaban las madres, hijos y ancianos. La multitud se apartó dejando paso al héroe. Entre la gente sus ojos buscaban un rostros, el rostro con el que había soñado desde que partió. Ansiaba contemplar los ojos que derramando lágrimas le dijeron “adiós”, deseaba volver a besar los últimos labios que había besado antes de caer. A duras penas logró ver ese rostro a pesar de estar iluminado de felicidad por su regreso. Se aproximo intentando que sus piernas no le fallasen, se plantó delante de su amada haciendo un último esfuerzo por no derrumbarse. Apenas con un hilo de voz logró articular su mensaje. “Victoria”. Acto seguido cayó de rodillas y exhaló su último aliento.
    Entre gritos y celebraciones de victoria la multitud se arremolinaba en torno a una mujer que contemplaba como su guerrero moría en sus brazos. La alegría embriagó tanto a los ciudadanos que ninguno se dio cuenta de como la mujer, con los ojos arrasados en lágrimas; se clavaba un puñal en el vientre. Tal vez los persas hubiesen sido derrotados, tal vez Atenas no habría caído y Grecia estuviese a salvo, pero ella hubiese preferido una vida sin Atenas, sin Grecia; que un solo momento más sin su soldado.

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