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lunes, 14 de octubre de 2013

La Despedida

Los primeros rayos de sol tintaban de rojo las nubes más lejanas. Las olas del mar susurraban  al romperse en la orilla. Su caballo ya estaba en pie cuando se despertó. Se desnudó y se metió en el agua. No sabía cuando sería la próxima vez que sentiría ese agua cristalina y fría mientras contemplaba el perfil recortado del puerto desde el cual partiría poco más tarde. Después de refrescar su cuerpo con el agua salada regresó a la arena. Tumbada en la arena estaba ella, mirándole. Él se acercó y arrodillado a su lado la besó por última vez. Comenzó a vestirse.

    El tiempo de la ternura había acabado, se despedía de la dulzura y del cariño para adentrarse de nuevo en otro mundo. Un mundo de hombres donde no hay lugar para la compasión, un mundo de honor donde no hay sitio para la piedad; un mundo de héroes y gloria....o al menos así se veía desde fuera y así debía de ser para un soldado del rey. Pero él no encontraba el honor en asesinar pueblos enteros, no había nada de heroico en generales y capitanes que sacrificaban a sus soldados en pos de su propio reconocimiento, no existía la gloria en ver caer uno tras otro a miles de hombres lejos de sus hogares y sus familias que jamás volverían a ver a ese hermano, a ese padre o a ese amante. Si se iba, en el mejor de los casos moriría en batalla; en el peor regresaría como tantos otros, sin una mano o sin una pierna viviendo como un paria, de la caridad ajena.

    Ella le miraba mientras se vestía y se colocaba la armadura. Las lágrimas comenzaron a brotarle en silencio, no había lugar para la ternura ni para las despedidas. Él se marcharía y ella debería contraer matrimonio con el noble de turno que su padre eligiese. Se supone que era lo que una dama debía hacer: ser esposa, amante del hombre que fuese más conveniente para la familia. No había sitio para el amor ni para los sentimientos. En el mejor de los casos enviudaría aún joven y podría ser libre; en el peor tendría que ser mujer, amante y esposa de un marido que no amaba.

    Fuera lo que fuese lo que deparase el destino, deberían hacerse a la idea de que aquella había sido su última noche juntos. Su última noche en ese lugar donde quedaron por primera vez, dónde él la tomo entre sus brazos y ella se entregó. Ese lugar donde ella se escapaba cada noche a esperarle. Ese lugar donde él, furtivamente la hacía suya, y él se hacía suyo. Ese lugar donde sus sentimientos eran libres y daban rienda a sus pasiones. Ellos y el mar. Los tres ajenos a la ciudad, a sus costumbres y a sus cuchicheos.

    Ya era la hora. Se miraron por última vez, ella con la mirada dulce posada en el caballero; él con el semblante serio clavado en ella. No había cabida para las palabras. Se subió a su montura y desapareció entre la niebla de la mañana

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